La orden
Le dije que se fuera, que me dejara aquí, que no tenía miedo, qué es eso a la edad y la vida mías, que suficientes hambre y penalidades he pasado como para que las bombas me asusten ahora, para mí esta guerra es la de siempre, la que he conocido desde que era pequeña solo que con otros indeseables que las ordenan y que mandan a morir a gente como mi nieto como antes lo hicieron con otros jóvenes igual de idealistas, de obedientes, de ciegos. 'Vete, vete', eso fue lo que le aconsejé yo a Josef en cuanto empezó a querer convencerme de que su lugar estaba no la fábrica de neumáticos de nuestra ciudad sino en la defensa de Kiev, como si yo estuviera en contra, él pensaba que yo me iba a resistir, que iba a tratar de retenerlo, pero no, no fue eso lo que hice, porque yo también he sido joven y he sentido en mi piel la rebeldía, el valor, la excitación que produce tener un enemigo y saber que está equivocado y que es ruin y cruel, y querer derrotarlo y enviarlo de vuelta a su casa con la cabeza baja.
Josef llenó su mochila de mermelada, de panecillos, de embutidos, de calcetines gordos y de camisetas térmicas y me preguntó cómo iba a sobrevivir yo sola aquí en este bloque de viviendas tan impersonales, tan grises, tan soviéticas en las que las que apenas quedan vecinos porque han ido huyendo, yo que no puedo levantarme de la silla de ruedas, que tardo una hora en sentarme en la taza del váter, yo que no soy capaz de ir a hacer la compra ni de atender un recado, de abrir la puerta si llama alguien. Con tal de cuidarme, Josef dudó, quiso por un momento quedarse a mi lado, olvidar su deber de combatir contra el invasor, contra esta barbarie y esta sinrazón que a mí me sumergen de nuevo en las pesadillas de las que hablaban y que sufrieron mi abuelo y mi padre y con ellos su prole de la que formo parte. Pero me negué. 'A mis ochenta años', le insistí a Josef, 'yo ya he vivido lo necesario para comprender que el servicio a la patria más elevado puede consistir en permanecer en casa, en quedarse quieto y callado y en dejar que los demás, los que son aún vigorosos, fuertes y atrevidos, hagan lo que tienen que hacer, que fue lo que hizo mi padre cuando mi madre estaba recién embarazada de mí: coger el expreso que lo iba a llevar a las lindes del mismísimo infierno y desde allí esperar su barcaza para cruzar el río hasta la línea del frente donde a lossoldados le entregaban un fusil por cada binomio de combate porque los mandos sabían que uno de ellos, o la pareja misma, iba a caer bajo el fuego enemigo a los pocos cientos de metros y antes de llegar a las trincheras cavadas en las primeras factorías sitiadas'.
'Abuela, creo que mi deber ahora es estar contigo, no tienes a nadie', recapacitó el chico cuando ya tenía el macuto hecho, y yo le dije, muy seria, que me siguiera de inmediato al arcón de mi habitación al ritmo que marcaba mi silla de ruedas, y le pedí que lo abriera. 'Ves esto, es el uniforme que tu bisabuelo llevó en la batalla de Stalingrado, de la que salió vivo', le miré fijamente a los ojos. 'Él no se habría quedado cuidando a su abuela moribunda cuando hay tanto que hacer ahí afuera', añadí. 'Así que vete. Ya. Es una orden'.
AUTOR: RAFAEL ÁNGEL AGUILAR SÁNCHEZ
@raguilarsanchez