No

29.05.2022

El hombre enjuto con la mirada perdida en la misma nada y que salió de la bruma de una sobremesa de verano de Orense, donde empecé el Camino de Santiago con mi mujer y con mi hija hace cinco años, solo se dirigió a mí para decirme una palabra en la parte del día y la noche completa en la estuvimos juntos.

-'No'.

Nosotros tres acabábamos de comer en el velador de un bar del casco histórico de la ciudad, muy cerca de la Catedral en la que antes de sentarnos habíamos recogido la cartilla de peregrinos que con el paso de los kilómetros sellamos en cada sitio en el que pernoctamos, y esperábamos a que el camarero nos trajera la cuenta. Fue entonces cuando lo vimos llegar por una calle desierta, estrecha: recuerdo su andar fatigado, ensimismado por el mucho cansancio, su sombrero de cuero de ala ancha, sus vaqueros ajados de tiro largo, sus sandalias y su mochila mínima. Él se acercó a nuestra mesa como quien no quiere molestar ni entablar una conversación que no sea nada más que de pura urgencia o necesidad y, casi sin hablar, nos mostró un mapa y nos señaló el albergue municipal para caminantes con su dedo índice. Formuló su pregunta, que dónde estaba el sitio, con un gesto breve y conciso de sus ojos y de su boca, la que no abrió. Yo pensé que el destino me estaba poniendo delante al primer peregrino con el que iba a poder entablar una relación inolvidable de las que todo el mundo habla si ha llegado andando a Compostela, y todo antes de que yo empezara mi recorrido.

-'Ultreya', le saludé efusivo tirando de mis contados conocimientos adquiridos en Google cuando estaba preparando el viaje. 'El albergue está muy cerca: hemos dejado allí las mochilas hace un par de horas y vamos para allá ahora. Tenemos aquí mismo el coche, te llevamos', le ofrecí.

-'No', me contestó el hombre, un cincuentón en buena forma que me insistió, molesto, sobre la dirección del hospedaje.

Le señalé como pude sobre el plano, contrariado, por dónde tenía que ir y él me dio las gracias con una leve inclinación de la cabeza y una sonrisa protocolaria. Y se marchó despacioso.

Al rato, cuando el hospitalero me asignó mi litera, reconocí su mochila pequeña en la cama contigua a la mía, sobre la que había un diccionario gastado del Español al Alemán, y viceversa. El extranjero apareció al poco recién duchado, tan delgado en su desnudez como me pareció desde la primera vez que lo vi, y me miró de soslayo, reconociéndome también.

Por la noche, esa noche quiero decir, cenó en la mesa de al lado nuestra en el comedor del alojamiento público. Solo. Callado. Encapsulado en sus cavilaciones y, acaso, en las razones que le habían decidido a andar desde tan lejos, supuse, hasta encontrarse ya a poco más de cien kilómetros de Santiago. Él colocó luego una toalla en el borde lateral de su litera, justo en el que lindaba con el mío, con la intención doble, interpreté yo, de que el paño se secara y de que además preservara su intimidad. Se tendió pronto y le escuché rezar en un idioma que no entiendo.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, bien temprano, él ya no estaba. Ni él ni su sombrero. Ni su toalla ni su mochila. Sobre su colchón se había dejado olvidado el diccionario, que llevé en un bolsillo exterior de mi macuto durante las nueve etapas que tenía por delante, por si me lo cruzaba y se lo podía dar. 

Lo cierto es que no lo volví a ver.

No.

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RAFAEL ÁNGEL AGUILAR SÁNCHEZ

@raguilarsanchez

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